viernes, 3 de octubre de 2008

Lección de escritura - C. Lèvi-Strauss

http://www.vivercidades.org.br/publique222/media/Strauss_nambi.jpg

(extracto)

CAPITULO 28 LECCIÓN DE ESCRITURA


Finalmente alcanzamos el lugar de la cita. Era una terraza are-nosa que dominaba un curso de agua bordeado de árboles entre los cuales se escondían las huertas indígenas. Intermitentemente iban llegando grupos. Hacia la noche había allí 75 personas, que representaban 17 familias agrupadas bajo trece cobertizos apenas más sólidos que los de los campamentos. Me explicaron que, en el momento de las lluvias, toda esa gente se repartiría entre cinco chozas redondas construidas para durar algunos meses. Muchos indígenas parecían no haber visto jamás un blanco; su saludo avinagrado y la nerviosidad manifiesta de su jefe sugerían que éste en cierta medida los había obligado. No estábamos tranquilos y los indios tampoco. La noche se anunciaba fría. Como no había árboles, nos vimos obligados a acostarnos en el suelo a la manera nambiquara. Nadie durmió: pasamos la noche vigilándonos amablemente.

Hubiera sido poco prudente prolongar la aventura, e insistí ante el jefe para que se procediera cuanto antes a los intercambios. Aquí se ubica un extraordinario incidente que me obliga a volver un poco atrás. Se sospecha que los nambiquara no saben escribir; pero tampoco dibujan, a excepción de algunos punteados o zigzags en sus calabazas. Como entre los caduveo, yo distribuía, a pesar de todo, hojas de papel y lápices con los que al principio no hacían nada. Después, un día, los vi a todos ocupados en trazar sobre el papel líneas horizontales onduladas. ¿Qué querían hacer? Tuve que rendirme ante la evidencia: escribían, o más exactamente, trataban de dar al lápiz el mismo uso que yo le daba, el único que podían concebir, pues no había aún intentado distraerlos con mis dibujos. Para la mayoría, el esfuerzo terminaba aquí; pero el jefe de la banda iba más allá. Sin duda era el único que había comprendido la función de la escritura: me pidió una libreta de notas; desde entonces, estamos igualmente equipados cuando trabajamos juntos. El no me comunica verbalmente las informaciones, sino que traza en su papel líneas sinuosas y me las presenta, como si yo debiera leer su res-puesta. El mismo se engaña un poco con su comedia; cada vez que su mano acaba una línea, la examina ansiosamente, como si de ella debiera surgir la significación, y siempre la misma desilusión se pinta en su rostro. Pero no se resigna, y está tácitamente entendido entre nosotros que su galimatías posee un sentido que finjo descifrar; el comentario verbal surge casi inmediatamente y me dispensa de reclamar las aclaraciones necesarias.

Ahora bien, cuando acabó de reunir a toda su gente, sacó de un cuévano un papel cubierto de líneas enroscadas que fingió leer, y donde buscaba, con un titubeo afectado, la lista de los objetos que yo debía dar a cambio de los regalos ofrecidos: ¡a éste, por un arco y flechas, un machete!, ¡a este otro, perlas por sus collares...! Esta comedia se prolongó durante dos horas. ¿Qué era lo que él esperaba? Quizás engañarse a sí mismo, pero más bien asombrar a sus compañeros, persuadirlos de que las mercancías pasaban por su ínter-medio, que había obtenido la alianza del blanco y que participaba de sus secretos. Teníamos prisa por partir, pues el momento más temible era sin duda aquel en que todas las maravillas que yo había traído se encontraran reunidas en otras manos. De tal manera que no traté de profundizar el incidente y nos pusimos todos en camino, siempre guiados por los indios.

La estada interrumpida, la mistificación de la que, sin saberlo, yo había sido el instrumento, crearon un clima irritante; para colmo, mi mula tenía aftas y sufría de dolor de boca. Avanzaba con impaciencia o se detenía bruscamente; nos peleamos. Sin darme cuenta, me encontré de pronto solo en el matorral, perdido.

¿Qué hacer? Como en los libros: alertar al grueso de la tropa mediante un tiro. Bajo del caballo, disparo. Nada. Al segundo disparo me parece que contestan. Tiro un tercero, que tiene la virtud de espantar a la mula; parte al trote y se detiene a poca distancia.



Campamento provisorio nambiquara durante una escursión de caza.


Metódicamente, me desembarazo de mis armas y de mi material fotográfico; deposito todo al pie de un árbol, cuyo emplazamiento registro. Corro entonces a la conquista de la mula, a la cual entreveo en actitudes pacíficas. Me deja aproximarme y huye cuando trato de asir las riendas. Esto recomienza varias veces; me arrastra. Desesperado, salto y me prendo con las dos manos de su cola. Sorprendida por ese procedimiento poco habitual, renuncia a escapárseme. Vuelvo a montar y me dirijo a recuperar mi material. Hemos dado tantas vueltas que ya no puedo encontrarlo.

Desmoralizado por la pérdida, me propongo ahora encontrar a mi grupo. Ni la mula ni yo sabíamos por dónde había pasado. Yo me decidía por una dirección, la mula la tomaba resoplando; o le dejaba la brida en el cuello y ella se ponía a dar vueltas en redondo. En el horizonte el sol descendía: no tenía ya armas, y me preparaba para recibir en cualquier momento una rociada de flechas. Quizá yo no era el primero en penetrar en esa zona hostil, pero mis predecesores no habían vuelto y, aunque me dejaran vivo, mi mula constituía un bocado codiciado para gentes que no tienen gran cosa que llevarse a la boca. En medio de estos sombríos pensamientos, esperaba el momento en que el sol se ocultara, pues tenía el proyecto de provocar un incendio (por suerte tenía fósforos). Poco antes de decidirme, oí voces: dos nambiquara habían vuelto sobre sus pasos cuando notaron mi ausencia, y seguían mis huellas desde el medio-día; encontrar mi material fue para ellos juego de niños. Por la noche, me condujeron al campamento, donde la tropa aguardaba.

Aún atormentado por el ridículo incidente, dormí mal; engañé el insomnio rememorando la escena del intercambio. La escritura había hecho su aparición entre los nambiquara; pero no al término de un laborioso aprendizaje, como era de esperarse. Su símbolo había sido aprehendido, en tanto que su realidad seguía siendo extraña. Y esto, con vistas a un fin sociológico más que intelectual. No se trataba de conocer, de retener o de comprender, sino de acrecentar el prestigio y la autoridad de un individuo —o de una función— a expensas de otro. Un indígena aún en la Edad de Piedra había adivinado, en vez de comprenderlo, que el gran medio para entenderse podía por lo menos servir a otros fines. Después de todo, durante milenios, y aún hoy en una gran parte del mundo, la escritura existe como institución en sociedades cuyos miembros, en su gran mayoría, no poseen su manejo. Las aldeas de las colinas de Chittagong, en el Pakistán, donde he pasado algún tiempo, están pobladas de analfabetos; sin embargo, cada una tiene un escriba que cumple su función con respecto a los individuos y a la colectividad. Todos conocen la escritura y la utilizan para sus necesidades, pero desde fuera y con un mediador extraño con el cual se comunican por métodos orales. Ahora bien, el escriba raramente es un funcionario o un empleado del grupo: su ciencia se acompaña de poder, tanto, que el mismo individuo reúne a veces las funciones de escriba y de usurero; no es que tenga necesidad de leer y escribir para ejercer su industria, sino porque de esta manera es, doblemente, quien domina a los otros.



Mujer nambiquara hilando en la misión juruena.


La escritura es una cosa bien extraña. Parecería que su aparición hubiera tenido necesariamente que determinar cambios profundos en las condiciones de existencia de la humanidad; y que esas transformaciones hubieran debido ser de naturaleza intelectual. La posesión de la escritura multiplica prodigiosamente la aptitud de los hombres para preservar los conocimientos. Bien podría concebírsela como una memoria artificial cuyo desarrollo debería estar acompañado por una mayor conciencia del pasado y, por lo tanto, de una mayor capacidad para organizar el presente y el provenir. Después de haber eliminado todos los criterios propuestos para distinguir la barbarie de la civilización, uno querría por lo menos retener éste: pueblos con escritura, que, capaces de acumular las adquisiciones antiguas, van progresando cada vez más rápidamente hacia la meta que se han asignado; pueblos sin escritura, que, impotentes para retener el pasado más allá de ese umbral que la memoria individual es capaz de fijar, permanecerían prisioneros de una historia fluctuante a la cual siempre faltaría un origen y la conciencia durable de un proyecto.

Sin embargo, nada de lo que sabemos de la escritura y su papel en la evolución humana justifica tal concepción. Una de las fases más creadoras de la historia se ubica en el advenimiento del neolítico: a él debemos la agricultura, la domesticación de los animales y otras artes. Para llegar a ello fue necesario que durante milenios pequeñas colectividades humanas observaran, experimentaran y transmitieran el fruto de sus reflexiones. Esta inmensa empresa se desarrolló con un rigor y una continuidad atestiguados por el éxito, en una época en que la escritura era aún desconocida. Si ésta apareció entre el cuarto y el tercer milenio antes de nuestra era, se debe ver en ella un resultado ya lejano (y sin duda indirecto) de la revolución neolítica, pero de ninguna manera su condición. ¿A qué gran innovación está unida? En el plano de la técnica, sólo se puede citar la arquitectura. Pero la de los egipcios o la de los sumerios no era superior a las otras de ciertos americanos que ignoraban la escritura en el momento del descubrimiento. Inversamente, desde la invención de la escritura hasta el nacimiento de la ciencia moderna, el mundo occidental vivió unos cinco mil años durante los cuales sus conocimientos, antes que acrecentarse, fluctuaron. Se ha señalado muchas veces que entre el género de vida de un ciudadano griego o romano y el de un burgués europeo del siglo xviii no había gran diferencia. En el neolítico, la humanidad cumplió pasos de gigante sin el socorro de la escritura; con ella, las civilizaciones históricas de Occidente se estancaron durante mucho tiempo. Sin duda, mal podría concebirse la expansión científica de los siglos xix y xx sin escritura. Pero esta condición necesaria no es suficiente para explicar el hecho.

Si se quiere poner en correlación la aparición de la escritura con ciertos rasgos característicos de la civilización, hay que investigar en otro sentido. El único fenómeno que ella ha acompañado fielmente es la formación de las ciudades y los imperios, es decir, la integración de un número considerable de individuos en un sistema político, y su jerarquización en castas y en clases. Tal es, en todo caso, la evolución típica a la que se asiste, desde Egipto hasta China, cuando aparece la escritura: parece favorecer la explotación de los hombres antes que su iluminación. Esta explotación, que permitía reunir a millares de trabajadores para constreñirlos a tareas extenuantes, ex-plica el nacimiento de la arquitectura mejor que la relación directa que antes encaramos. Si mi hipótesis es exacta, hay que admitir que la función primaria de la comunicación escrita es la de facilitar la esclavitud. El empleo de la escritura con fines desinteresados para obtener de ella satisfacciones intelectuales y estéticas es un resultado secundario, y más aún cuando no se reduce a un medio para reforzar, justificar o disimular el otro.



Tupi-mondé frente a su "maloca"(vivienda).


Sin embargo, existen excepciones: África indígena ha poseído imperios que agrupaban a muchos cientos de millares de súbditos; en la América precolombina, el de los Incas reunía millones. Pero en ambos continentes esas tentativas se revelaron igualmente precarias. Se sabe que el imperio de los Incas se estableció alrededor del siglo xii; los soldados de Pizarro no hubieran triunfado fácilmente sobre él si no lo hubieran encontrado, tres siglos más tarde, en plena descomposición. Por mal que conozcamos la historia antigua de África, adivinamos allí una situación análoga: grandes formaciones políticas nacían y desaparecían en el intervalo de pocas décadas. Pudiera ser que esos ejemplos comprobasen la hipótesis en vez de contradecirla. Si la escritura no bastó para consolidar los conocimientos, era quizás indispensable para fortalecer las dominaciones. Miremos más cerca de nosotros: la acción sistemática de los Estados europeos en favor de la instrucción obligatoria, que se desarrolla en el curso del siglo xix, marcha a la par con la extensión del servicio militar y la proletarización. La lucha contra el analfabetismo se confunde así con el fortalecimiento del control de los ciudadanos por el Poder. Pues es necesario que todos sepan leer para que este último pueda decir: la ignorancia de la Ley no excusa su cumplimiento.

La empresa pasó del plano nacional al internacional, gracias a esa complicidad que se entabló entre jóvenes Estados —enfrentados con problemas que fueron los nuestros hace dos siglos— y una sociedad internacional de poseedores, intranquila por la amenaza que representan para su estabilidad las reacciones de pueblos, mal llevados por la palabra escrita a pensar en fórmulas modificables a voluntad y a exponerse a los esfuerzos de edificación. Accediendo al saber asentado en las bibliotecas, esos pueblos se hacen vulnerables a las mentiras que los documentos impresos propagan en proporción aún más grande. Sin duda, la suerte está echada. Pero, en mi aldea nambiquara, las cabezas fuertes eran al mismo tiempo las más sabias. Los que no se solidarizaron con su jefe después que éste intentó jugar la carta de la civilización (luego de mi visita fue abandonado por la mayor parte de los suyos) comprendían confusamente que la escritura y la perfidia penetraban entre ellos de común acuerdo. Refugiados en un matorral más lejano, se permitieron un descanso. El genio de su jefe, que percibía de un golpe la ayuda que la escritura podía prestar a su control, alcanzando de esa manera el fundamento de la institución sin poseer su uso, inspiraba, sin embargo, admiración.


CLAUDE LÈVI-STRAUSS

2 comentarios:

Anónimo dijo...

viste esto? ...cooperma.ourproject.org

y viste la peli Tekkonkinkreet?? te la recomiendo.

saludos desde cocinemoscultura.

Blanche dijo...

Qué oportuna me ha parecido la publicación de ese ensayo de Lèvi-Strauss. Me dedico a alfabetizar y me ha dejado con un gran interrogante. Supongo que debo dar gracias por ello